martes, 25 de agosto de 2015

El verano del eclipse

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El verano del eclipse
Se cumplen 110 años del fenómeno que revolucionó a la ciudad de Burgos, uno de los más importantes de la historia
Miguel a. delgado
El 30 de agosto de 1905, Burgos fue, de manera efímera, la capital científica mundial. Los cálculos habían demostrado que la sombra del eclipse total que recorrería España desde Galicia a Valencia duraría más en la ciudad castellana. Y lo más importante es que esta duración (tres minutos y cuarenta y dos segundos) sería la mayor de todos los ocultamientos estudiados hasta ese momento.
Estos hechos, evidentemente, despertaron el entusiasmo científico internacional, y delegaciones de toda Europa llegaron para estudiar la corona solar y ayudar a comprender al astro, por entonces más lleno de misterios que de certezas. Pero quizá lo más sorprendente es que esa pasión se extendió más allá de los circuitos especializados, hasta convertirse en un auténtico fenómeno popular.
Así, en una reacción que en nuestros días no nos sorprendería tanto, la ciudad de Burgos se puso manos a la obra para aprovechar el aluvión de visitantes que se preveía. Mientras, desde meses antes del eclipse, los medios publicaban páginas y páginas de información sobre el mismo (incluidas desafortunadas recomendaciones de observación, que erróneamente señalaban a los anteojos de teatro como la mejor forma de mirar ¡de forma directa! al sol), las autoridades convocaron unas fiestas populares, que incluían una corrida de toros con la participación de los célebres matadores Montes y Machaquito, un concurso de tiro de pichón y otro de fotografía. Además, se anunció la colocación de la primera piedra de un monumento en honor al Cid que, sin embargo, nunca se completaría.
Junto a ello, el Gobierno dio indicaciones para que se recibiera a los extranjeros con deferencia y respeto, y el Ejército envió a la zona a militares políglotas para ayudar a los equipos de astrónomos. Pero la gran aportación fue el primer ascenso de varios globos para observar el eclipse desde el aire; así, el Parque de Aerostación de Guadalajara fletó los globos Júpiter (pilotado por el teniente coronel Vives y con el prestigioso aeronauta internacional Berson), Urano (llevado por el capitán Kindelán) y Marte.
El Marte fue el más interesante de los tres, porque iba ocupado por el joven aeronauta Jesús Fernández Duro (que había prestado asimismo un cuarto globo, el Cierzo, y que un año más tarde, antes de morir prematuramente, sería el primero en atravesar los Pirineos) y Emilio Herrera Linares, quien luego se convertiría en uno de los pioneros de la aeronáutica y la astronáutica. Herrera (quien se encargaría de dibujar la corona solar) consignó en sus memorias el momento casi fantástico en el que pudieron ver la oscuridad crecer mientras, sobre ellos, el sol se ocultaba y lanzaba un brillo fantasmal sobre las nubes bajo la barquilla (durante media hora se temió que las nubes y la lluvia impidieran la observación en tierra). Igualmente, pudieron ver por primera vez los extraños brillos que la reaparición del sol provocaba en las capas altas de la atmósfera.
El viaje del Marte, sin embargo, también tuvo sus anécdotas: mientras el machete de uno de los soldados que sujetaban el globo se soltó en el aire tras haberse quedado enganchado a una soga y caer al suelo (afortunadamente sin producir víctimas), los saltos de entusiasmo de Fernández Duro hicieron peligrar la estabilidad de la barquilla. Además, al descender, comentaron en broma que habían subido tanto que habían visto el eclipse desde el otro lado (es decir, el Sol eclipsando a la Luna).
Testigos de lujo
El Eclipse tuvo también unos testigos de lujo con la presencia de Alfonso XIII y la Familia Real, que se unieron a los astrónomos internacionales (procedentes de países como Francia, Inglaterra, Holanda o Bélgica) en la observación, que terminó a las 14.12. El Rey aprovechó para visitar varios lugares de la ciudad, como la Cartuja (en la que a los monjes se les permitió salir de la clausura y el más anciano, de 105 años, se despidió del Monarca con un «¡Hasta el próximo eclipse, Majestad!»). Y en el momento álgido de la oscuridad repentina, un grupo de aterradas gallinas invadió la tienda real.
Pero fue, sobre todo, un espectáculo popular que congregó a numeroso público que asistió, entre asustado e ilusionado, a la llegada de la noche repentina. Las crónicas hablan de cómo se hizo un silencio prácticamente total en el momento álgido, y cómo la reaparición del Sol provocó un entusiasta aplauso no exento de alivio. Y es que, a pesar de toda la parafernalia científica, y como en nuestros días, el eclipse seguía despertando algo atávico, el temor irracional de que nunca vuelva la luz.
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